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Martes de Literatura: ¡Viva el futbolito!

En noviembre de 1936, a solo tres meses de comenzar la Guerra Civil Española, los fregadazos se centraron en Madrid, la cual permaneció en un horrible asedio por poco más de dos años.

En uno de esos feroces bombardeos por parte de los militares sublevados, que recibían armamento, soldados y hasta cervezas y canelones por parte de Hitler y Mussolini, un jovenzuelo de 17 años quedó enterrado entre los escombros.

Después de varios días lo rescataron con lo que le quedaba de vida, llevándolo a Valencia y de ahí a un hospital improvisado y mal equipado en Barcelona. El chico se llamaba Alejandro Campos Ramírez, pero pasaría a posteridad con el nombre de Alejandro Finisterre o Alexandro de Finisterra, según las copas que trajera encima, seudónimo que tomó de su pueblo natal, Finisterre, por allá en la Coruña, Galicia, ¡Ole!

En aquel entonces lo suyo era la bohemia, y con ello los sueños propios del poeta engallado en busca del Parnaso a través de la pluma, es decir, se quería morir de hambre como poeta-escritor. Pero también era muy creativo e inteligente, sobre todo para las cosas manuales. Durante su convalecencia en el hospital, que no fue corta, se enamoró de una guapa enfermera pechugona que para animar al personal daba recitales de piano. Queriendo quedar bien con ella, el joven le construyó un magnífico dispositivo: unas pinzas móviles accionadas mediante un pedal, que al pisarlo pasaban las hojas de las partituras. No sabemos si esto le granjeó los favores de la pechugona, pero aquel invento, llamado Paso de hojas mecánico, quedó registrado como el primero de muchos otros inventos de Alejandro Finisterre.

Poco después le surgió su segunda gran idea, nacida ésta de una cruel realidad: al ver a su alrededor tanto niño herido y lisiado, se le ocurrió que, así como existía el tenis de mesa, por qué no un fútbol de mesa para que los peques pudieran jugar su deporte favorito. El mismo Campos Ramírez cuenta la historia:

Poco antes de la Navidad de 1936 compré en Barcelona unas barras, y un carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, también refugiado, me hizo la mesa y torneó las figuritas. El líder de CNT, Joan Busquets, un anarquista de Monistrol que tenía una fábrica de gaseosas, lo vio y me animó a patentar el invento. Lo patentó en enero de 1937…”

Y entonces ¡FUTBOLITO HABEMUS!

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La vida de Campos Ramírez, alias Finesterre, fue de película. Bueno, de serie de Netflix pa’que se me entienda: Al terminar la horrible guerra civil (aprox 500 mil muertos) le dio por aprender “baile regional y folclore” y también Tap Dance. Entonces se metió en una tropa itinerante, con todo y oso bailarín, que no tardó en desbandarse, dejándolo sin quinto. Trató de regresar a su tierra mendigando para sostenerse, y cuando por fin llegó, lo meten al calabozo por vagancia. Para colmo, en ese momento (agosto de 1940) entró en vigor la ley que establecía el servicio militar obligatorio: nada mejor que los presos jóvenes para mandarlos de carne de cañón, pero a África, donde el joven se aventó cuatro años de infierno.

A finales de 1943, en un periódico de Salamanca leemos sobre la gira de “charlas folklóricas y recitales de poesía”, dadas por el “polifacético joven poeta Alejandro Finisterre”. ¡Ole! de nuevo. Pero después de una gira artística por la península el poetidancer decide emigrar a donde los poetas sí los voltean a ver y los croissants bailan claqué (tap): París. Es precisamente caminando por las calles de la famosa ciudad de la luz cuando Alejandro, atónito y escandalizado, vio en un escaparate que vendían futbolitos idénticos al suyo. Ni tardo ni perezoso se puso en contacto con el fabricante y comprobó que, en efecto, ¡era su diseño! Entonces, por medio de la Asociación Internacional de Refugiados y sus abogados, pudo lograr que se le compensara con un sustancioso billete. Entonces decidió invertir su dinero para irse al otro lado de la alberca. Aterrizó en Sudamérica y para vivir hizo desde juguetes e inventos (patentó más de 50), revistas literarias harto vanguardistas, ser protagonista de uno de los primeros secuestros de avión en la historia, hasta convertirse en México en prestigiado editor y en el representante y albacea universal del formidable poeta León Felipe.

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Antes de partir a América, Alejandro tuvo oportunidad de ver publicada una de sus obras más significativas e innovadoras en el tema, Historia de la danza española (1948). Igualmente vio la puesta en escena de un ballet basado en su cuento Del amor y la muerte (1949), donde también le entró al quite echando brinquillo aquí y allá, aunque el leotardo ya apretaba.

Su primera parada en el continente fue Ecuador. Ahí fundó la Revista de Poesía Ecuador 0°0´0´´, Revista de Poesía Universal, una de las primeras en publicar los primeros, valga redundancia, textos de los escritores del más tarde famoso Boom (Vargas Llosa, García Márquez, Cortazar, etc.). De ahí saltó a Guatemala, donde junto a sus hermanos abrió una juguetería con el ingeniosísimo nombre de Juguetería Campos Ramírez Hermanos… ¡Ole!, creatividad sin límites. Fue el tiempo en que perfeccionó su futbolito, añadiéndole “barras telescópicas de acero sueco y mesa de caoba de Santa María de Guatemala” y a su vez promocionó otros inventos suyos, como el “basket de mesa”, “hundir la flota” (Batalla Naval) y sofisticadas cajas de música, que exportó a Estados Unidos con éxito.

Es también en Guatemala donde hace fuerte amistad con el Che Guevara. Claro, Alejandro era un izquierdista calcitrante y testarudo (gallego, pues). Precisamente su terquedad política y un negocio de máquinas tragamonedas medio turbio en el que andaba metido, hace que las autoridades decidan ponerlo de patitas en la calle, metiéndolo en un avión de regreso a España. Pero ¡oh, sorpresa!, el poetidancer no se iba a dejar así como así: en pleno vuelo se metió al baño, envolvió la barra de jabón del lavabo en papel aluminio y con todos los cojones propios del que no tiene nada que perder salió gritando que iba a explotar aquella bomba en su mano si el avión no lo bajaba ya. ¡Joér! Pues nada, el avión obedeció y lo bajaron en Panamá.

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Para 1956 lo encontramos en Ciudad de México muy activo en la vida literaria, que entonces no era menor. Recuérdese que el exilio español y sus protagonistas en materia literaria y filosófica dieron un buen levantón a las letras mexicanas. Por lo mismo, al ver que sus famosos inventos ya pertenecían al reino de la piratería y que jamás iba a poder cobrar algo, el gallego treintañero decidió centrarse en el mundo de la edición, fundando la Editorial Finesterre Impresora. En ella editó libros de arte y obras de poetas e intelectuales en boga y emergentes, reencontrándose con grandes personajes, como León Felipe, Octavio Paz, Ramón Xiarau o Ernesto Cardenal. Pronto el poetidancer se volvió famoso por sus ediciones artesanales, cuidadas por él mismo hasta el último milímetro y detalle.

A la muerte de León Felipe, 1968, don Alejandro quedó como su albacea universal, que eran todos los manuscritos de sus obras, editadas e inéditas, así como correspondencia y cantidad de diversos materiales ligados a la vida del poeta. Hacia 1982, gracias a él, se publicó la obra completa del poeta Zamorano que murió en el exilio en México (todavía se puede ver la estatua de León Felipe que Finesterre mandó a hacer y colocar, en 1973, en la Casa del Lago, Chapultepec).

Al final de su vida, junto a su mujer por más de 30 años, la cantante lírica María Herrero Palacios, el inquieto poetidancer regresó a España a vivir en Aranda de Duero (Burgos):

“Era una persona tocada por la vara del universo. Muy noble. Rebelde ante las injusticias, justiciero, humano. Muy neutral. Muy fuerte. Y muy generoso, porque ayudó a muchísima gente” (María Herrero)

El inquieto poetidancer, Alejandro Finesterre, fue “un hombre tímido, algo retraído, sonriente y eficaz”. Si bien era una leyenda por haber inventado el futbolito, no hablaba mucho de ello, aunque sin chistar afirmaba que lo que verdaderamente le llevó a los libros fue su invención del

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